No es cosa de niños, no dejar de ser un niño . . . Lentamente, junto al contorno de mis ojos, comienzan a aparecer las huellas de la reflexión. La estela del paso del tiempo . . . Sin embargo, si sigo recorriendo mis párpados y penetro en mis pupilas; el brillo de la mirada niña, se hace cada vez más reluciente. Ese brillo que se alimenta de la magia, y de la maravilla. Una magia y un misterio que no puedo dejar de ver. Creo en ellos como en mis manos. Se que todo es un gran juego.
. . . No obstante, si dejo caer la mirada por el borde de mis arrugas, vuelvo a contemplarme: Y veo a una mujer. A veces demasiado aturdida por el ruido mundano. A veces, olvidadiza, envuelta en deberes y relojes . . . en cuentas que no cierran. En realidades que demandan la muerte de la inocencia: El entierro de los duendes. Realidades que clasifican de insensato, o simplemente de idiota, a aquel que cree en lo que pareciera imposible.
Imposible, para mí, sería no creer. Pero no puedo negar que es duro el choque del contraste.
No puedo negar que a veces no sé cómo hermanar los mundos. . . Que suele ser demasiado el dolor, al contemplar la absurda unión de estos opuestos. Al sentir que no siempre puedo dejar que las hadas vuelen a mi alrededor ante los ojos de las personas. Sentir que a veces tengo que esconder mi reloj que no marca ningún tiempo, porque a mi entorno lo pueblan seres de tic tacs constantes . . .
¡Cuánta claridad hace falta!. ¡Cuánta cordura es necesaria, para que la locura tenga lugar!.
Para no caer en el absoluto y tener siempre presente, que todas las puertas están abiertas . . . Para saber que si nos lo permitimos, podremos; al salir del trabajo, seguir al conejo vestido en su trajecito, y dejar que nos guíe a ese otro mundo. Tan este mundo. Tan completamente real, y simultáneamente paralelo.-